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La Decisión del Sinodo de Dort sobre los
Cinco Principales Puntos de Doctrina en Disputa en los Paises Bajos
La Decisión del Sinodo de Dort en los
Cinco Principales Puntos de Doctrina en Disputa en los Paises Bajos es popularmente
conocido como Los Canones de Dort. Consiste en declaraciones de doctrina adoptada por el
gran Sinodo de Dort el cual se reunió en la ciudad de Dordrecht en 1618-1619. Aunque este
fue un sinodo nacional de las Iglesias reformadas de los Paises Bajos, tenía un caracter
internacional, ya que estaba compuesto no solamente de delegados Holandeses sino además
de veintiseis delegados de otros ocho paises.
El Sinodo de Dort fue convocado con el fin
de solucionar una seria controversia en las iglesias Holandesas iniciadas por el
surgimiento del Arminianismo. Jacobo Arminio, un teólogo profesor en la Universidad
Leiden, cuestinó la enseñanza de calvino y sus seguidores en un número de puntos
importantes. Después de la muerte de Arminio, sus seguidores presentaron sus posiciones
en cinco de estos puntos en la "Protesta de 1610". En este documento ó en
escritos tardíos mas explicitos, los Arminianos ensañaron que la elección estaba basada
en fe prevista, que la expiación fue universal, que la depravación es parcial, que la
gracia es resistible, y la posibilidad de una caída de la gracia. En los Canones el
Sinodo de Dort rechazó estas posiciones y proclamó la doctrina Reformada en estos
puntos, nombramos, la elección incondicional, la expiación limitada, la depravación
total, la gracia irresistible, y la perseverancia de los santos.
Los Canones tienen un caracter especial
porque su propósito original como decisión judicial en los puntos doctrinales en disputa
durante la contreversia Arminiana. El prefacio original les llamaba un "juicio,
en el cual ambas, la verdadera posición, de acuerdo con la Palabra de Dios, referente los
ya mencionados cinco puntos de doctrinas es explicada y la posición falsa, en desacuerdo
con la Palabra de Dios, es rechazada". Los Canones además tienen un
carácter limitado en que estos no cubren la totalidad de la doctrina, sino que enfoca en
los cinco puntos de doctrina en disputa. Cada uno de los puntos principales consiste en
una parte positiva y una parte negativa, la primera siendo la exposición de la doctrina
reformada sobre el tema y la segunda una repudiación (reprobación ó rechazo) de los
errores correspondientes. Aunque en forma estos son realmente cuatro puntos, hablamos
propiamente de cinco puntos, porque los Canones fueron estructurados para corresponder a
los cinco articulos de la protesta de 1610. Los puntos principales tres y cuatro fueron
combinados en uno, siempre siendo designados como puntos prncipales III/IV.
CAPITULO PRIMERO:
DE LA DOCTRINA DE LA DIVINA ELECCION Y REPROBACION.
1.- Puesto que todos los hombres han pecado
en Adán y se han hecho culpables de maldición y muerte eterna, Dios, no habría hecho
injusticia a nadie si hubiese querido dejar a todo el género humano en el pecado y en la
maldición, y condenarlo a causa del pecado, según estas expresiones del Apóstol: ...Para
que toda boca se cierre y todo el mundo quede bajo el juicio de Dios... por cuanto todos
pecaron, y están destituidos de la Gloria de Dios (Rom. 3:19,23). Y: Porque la
paga del pecado es la muerte... (Rom. 6:23).
II.- Pero, en esto se mostró el amor de
Dios para con nosotros, en que Dios envió a Su Hijo unigénito al mundo... para que todo
aquel que en El cree, no se pierda, mas tenga vida eterna (1 Jn. 4,9; Jn. 3,16).
III.- A fin de que los hombres sean
traídos a la fe, Dios, en su misericordia, envía mensajeros de esta buena nueva a
quienes le place y cuando Él quiere; y por el ministerio de aquellos son llamados los
hombres a conversión y a la fe en Cristo crucificado. ¿Cómo, pues, invocarán a
aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quién no han oído? ¿Y
Cómo predicarán si no fueren enviados? (Rom. 10:14,15).
IV.- La ira de Dios está sobre aquellos
que no creen este Evangelio. Pero los que lo aceptan, y abrazan a Jesús el Salvador, con
fe viva y verdadera, son librados por Él de la ira de Dios y de la perdición, y dotados
de la vida eterna Un. 3:36; Mr. 16:16).
V.- La causa o culpa de esa incredulidad,
así como la de todos los demás pecados, no está de ninguna manera en Dios, sino en el
hombre Pero la fe en Jesucristo y la salvación por medio de El son un don gratuito de
Dios; como está escrito: Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no
de nosotros, pues es don de Dios (Ef. 2:8). Y así mismo: Porque a vosotros os es
concedido a causa de Cristo, no sólo que creáis en El... (Fil. 1:29).
VI.- Que Dios, en el tiempo, a algunos
conceda el don de la fe y a otros no, procede de Su eterno decreto. Conocidas son a
Dios desde e! siglo todas sus obras (Hch. 15:18), y: hace todas las cosas según el
designio de su voluntad (Ef. 1: I 1). Con arreglo a tal decreto ablanda, por pura
gracia, el corazón de los predestinados, por obstinados que sean, y los inclina a creer;
mientras que a aquellos que, según Su justo juicio, no son elegidos, los abandona a su
maldad y obstinación. Y es aquí, donde, estando los hombres en similar condición de
perdición, se nos revela esa profunda misericordiosa e igualmente justa distinción de
personas, o decreto de elección y reprobación revelado en la Palabra de Dios. La cual,
si bien los hombres perversos, impuros e inconstantes tuercen para su perdición, también
da un increíble consuelo a las almas santas v temerosas de Dios.
VII.- Esta elección es un propósito
inmutable de Dios por el cual El, antes de la fundación del mundo, de entre todo el
género humano caído por su propia culpa, de su primitivo estado de rectitud, en el
pecado y la perdición, predestinó en Cristo para salvación, por pura gracia y según el
beneplácito de Su voluntad, a cierto número de personas, no siendo mejores o más dignas
que las demás, sino hallándose en igual miseria que las otras, y puso a Cristo, también
desde la eternidad, por Mediador y Cabeza de todos los predestinados, y por fundamento de
la salvación. Y, a fin de que fueran hechos salvos por Cristo, Dios decidió también
dárselos a él, llamarlos y atraerlos poderosamente a Su comunión por medio de Su
Palabra y Espíritu Santo, o lo que es lo mismo, dotarles de la verdadera fe en Cristo,
justificarlos, santificarlos y, finalmente, guardándolos poderosamente en la comunión de
Su Hijo, glorificarlos en prueba de Su misericordia y para alabanza de las riquezas de Su
gracia soberana. Conforme está escrito: según nos escogió en él antes de la fundación
del mundo, para que fuéremos santos y sin mancha delante de él, en amor habiéndonos
predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el Puro afecto
de Su voluntad, para alabanza de la gloria de Su gracia, con la cual nos hizo aceptor
en e! Amado (Ef. I A-6); y en otro lugar: Y a los que predestinó, a éstos
también llamó; y a los que llamó, a éstos también justificó,, y a los que
justificó, a éstos también glorifico. (Rom. 8:10).
VIII.- La antedicha elección de todos
aquellos que se salvan no es múltiple, sino una sola y la misma, tanto en el Antiguo,
como en el Nuevo Testamento. Ya que la Escritura nos presenta un único beneplácito,
propósito y consejo de la voluntad de Dios, por los cuales Él nos escogió desde la
eternidad tanto para la gracia, como para la gloria, así para la salvación, como para el
camino de la salvación, las cuales preparó de antemano para que anduviésemos en ellas
(Ef. 1:4,5 y 2:10).
IX.- Esta misma elección fue hecha, no en
virtud de prever la fe y la obediencia a la fe, la santidad o alguna otra buena cualidad o
aptitud, como causa o condición, previamente requeridas en el hombre que habría de ser
elegido, sino para la fe y la obediencia a la fe, para la santidad, etc. Por consiguiente,
la elección es la fuente de todo bien salvador de la que proceden la fe, la santidad y
otros dones salvíficos y, finalmente, la vida eterna misma, conforme al testimonio del
Apóstol: ... Según nos escogió en él antes de la fundación del mundo (no,
porque éramos, sino), para que fuésemos santos y sin mancha delante de él (Ef.
1:4).
X.- La causa de esta misericordiosa
elección es únicamente la complacencia de Dios, la cual no consiste en que Él escogió
como condición de la salvación, de entre todas las posibles condiciones, algunas
cualidades u obras de los hombres, sino en que Él se tomó como propiedad, de entre la
común muchedumbre de los hombres, a algunas personas determinadas. Como está escrito: (pues
no habían aún nacido, ni habían hecho aún ni bien ni mal, para que el propósito de
Dios conforme a la electrón permaneciese, no por las obras sino por el que llama), se !e
dejó (esto es, a Rebeca): amé más a Jacob, a Esaú aborrecí (Rom. 9:11-13);
y creyeron todos los que estaban ordenados para !a vida eterna (Hch. 13:48).
XI. - Y como Dios mismo es sumamente sabio, inmutable,
omnisciente y todopoderoso, así la elección, hecha por Él, no puede ser anulada, ni
cambiada, ni revocada, ni destruida, ni los elegidos pueden ser reprobados, ni disminuido
su número.
XII.- Los elegidos son asegurados de esta
su elección eterna e inmutable, a su debido tiempo, si bien en medida desigual y en
distintas etapas; no cuando, por curiosidad, escudriñan los misterios y las profundidades
de Dios, sino cuando con gozo espiritual y santa delicia advierten en sí mismos los
frutos infalibles de la elección, indicados en la Palabra de Dios (cuando se hallan: la
verdadera fe en Cristo, temor filial de Dios, tristeza según el criterio de Dios sobre el
pecado, y hambre y sed de justicia, etc.) (2 Cor. 13:5).
XIII.- Del sentimiento interno y de la
certidumbre de esta elección toman diariamente los hijos de Dios mayor motivo para
humillarse ante Él, adorar la profundidad de Su misericordia, purificarse a sí mismos,
y, por su parte, amarle ardientemente a Él, que de modo tan eminente les amó primero a
ellos. Así hay que descartar que, por esta doctrina de la elección y por la meditación
de la misma, se relajen en la observancia de los mandamientos de Dios, o se hagan
carnalmente descuidados. Lo cual, por el justo juicio de Dios, suele suceder con aquellos
que, jactándose audaz y ligeramente de la gracia de la elección, o charloteando vana y
petulantemente de ella, no desean andar en los caminos de los elegidos.
XIV.- Además, así como esta doctrina de
la elección divina, según el beneplácito de Dios, fue predicada tanto en el Antiguo
como en el Nuevo Testamento por los profetas, por Cristo mismo y por los apóstoles, y
después expuesta y legada en las Sagradas Escrituras, así hoy en día y a su debido
tiempo se debe exponer en la Iglesia de Dios (a la cual le ha sido especialmente
otorgada), con espíritu de discernimiento y con piadosa reverencia, santamente, sin
investigación curiosa de los caminos del Altísimo, para honor del Santo Nombre de Dios y
para consuelo vivificante de Su pueblo (Hch. 20:27; Rom. 12:3; 11.33.34; Heb. 6:17,18).
XV.- La Sagrada Escritura nos muestra y
ensalza esta gracia divina e inmerecida de nuestra elección mayormente por el hecho de
que, además, testifica que no todos los hombres son elegidos, sino que algunos no lo son
o son pasados por alto en la elección eterna de Dios, y estos son aquellos a los que
Dios, conforme a Su libérrima, irreprensible e inmutable complacencia, ha resuelto
dejarlos en la común miseria en la que por su propia culpa se precipitaron, y no dotarlos
de la fe salvadora y la gracia de la conversión y, finalmente, estando abandonados a sus
propios caminos y bajo el justo juicio de Dios, condenarlos y castigarlos eternamente, no
sólo por su incredulidad, sino también por todos los demás pecados, para dar fe de Su
justicia divina. Y este es el decreto de reprobación, que en ningún sentido hace a Dios
autor del pecado (lo cual es blasfemia, aún sólo pensarlo), sino que lo coloca a Él
como su Juez y Vengador terrible, intachable y justo.
XVI.- Quienes aún no sienten poderosamente
en sí mismos la fe viva en Cristo, o la confianza cierta del corazón, la paz de la
conciencia, la observancia de la obediencia filial, la gloria de Dios por Cristo, y no
obstante ponen los medios por los que Dios ha prometido obrar en nosotros estas cosas,
éstos no deben desanimarse cuando oyen mencionar la reprobación, ni contarse entre los
reprobados, sino proseguir diligentemente en la observancia de los medios, añorar
ardientemente días de gracia más abundante y espetar ésta con reverencia y humildad.
Mucho menos han de asustarse de esta doctrina de la reprobación aquellos que seriamente
desean convertirse a Dios, agradarle a Él únicamente y ser librados del cuerpo de
muerte, a pesar de que no pueden progresar en el camino de la fe y de la salvación tanto
como ellos realmente querrían; ya que el Dios misericordioso ha prometido que no apagará
el pabilo humeante, ni destruirá la caña cascada. Pero esta doctrina es, y con razón,
terrible pata aquellos que, no haciendo caso de Dios y Cristo, el Salvador, se han
entregado por completo a los cuidados del mundo y a las concupiscencias de la carne, hasta
tanto no se conviertan de veras a Dios.
XVII.- Puesto que debemos juzgar la voluntad de Dios por
medio de Su Palabra, la cual atestigua que los hijos de los creyentes son santos, no por
naturaleza, sino en virtud del pacto de gracia, en el que están comprendidos con sus
padres, por esta razón los padres piadosos no deben dudar de la elección y salvación de
los hijos a quienes Dios quita de esta vida en su niñez (Gn. 17:7; Hch. 2:39; 1 Cor.
7:14).
XVIII.- Contra aquellos que murmuran de
esta gracia de la elección inmerecida y de la severidad de la reprobación justa, ponemos
esta sentencia del Apóstol: Oh, hombre, ¿quién eres tú para que alterquen con Dios?
(Rom. 9:20), y ésta de nuestro Salvador: ¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo
mío? (Mt. 20:15). Nosotros, por el contrario, adorando con piadosa reverencia
estos misterios, exclamamos con el apóstol: ¡Oh profundidad de lar riquezas de la
sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios e inescrutables
sur caminos! Porque ¿quién entendió la mente del Señor?¿O quién fue su consejero?
¿O quién le dio a él primero, para que le fuere recompensado? Porque de él, y por él,
y para él, son todas las cosas. A él sea la gloria por los siglos. Amén. (Rom. 11:
33-36).
CONDENA DE LOS ERRORES POR LOS
QUE LAS IGLESIAS DE LOS PAISES BAJOS FUERON PERTURBADAS DURANTE ALGUN TIEMPO
Una vez declarada la doctrina ortodoxa de
la elección y reprobación, el Sínodo condena los errores de aquellos:
I.- Que enseñan: «que la voluntad de Dios de salvar a
aquellos que habrían de creer y perseverar en la fe y en la obediencia a la fe, es el
decreto entero y total de la elección para salvación, y que de este decreto ninguna otra
cosa ha sido revelada en la Palabra de Dios».
— Pues éstos engañan a
los sencillos, y contradicen evidentemente a las Sagradas Escrituras que
testifican que Dios, no sólo quiere salvar a aquellos que creerán, sino
que también ha elegido Él, desde la eternidad, a algunas personas
determinadas, a las que Él, en el tiempo, dotaría de la fe en Cristo y de
la perseverancia, pasando a otros por alto, como está escrito: ...He
manifestado tu nombre a los hombres que del mundo me diste Un. 17:6); y: ...y
creyeron todos los que estaban ordenador para vida eterna (Hch. 13:48);
y: ...
según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos, santos y
sin mancha delante de Él (Ef. 1:4).
II.- Que enseñan: que la elección de Dios
pata la vida eterna es múltiple y varia: una, general e indeterminada; otra, particular y
determinada; y que esta última es, o bien, imperfecta, revocable, no decisiva y
condicional; o bien, perfecta, irrevocable, decisiva y absoluta. Asimismo: que hay una
elección pata fe y otra para salvación, de manera que la elección para fe justificante
pueda darse sin la elección para salvación.
- Pues esto es una especulación de la
mente humana, inventada sin y fuera de las Sagradas Escrituras, por la cual se pervierte
la enseñanza de la elección, y se destruye esta cadena de oro de nuestra Salvación: Y
a los que predestinó, a éstos también llamó; y a los que llamó, a éstos también
justificó; y a los que justificó, a éstos también glorificó (Rom. 8:30).
III.- Que enseñan que el beneplácito y el
propósito de Dios, de los que la Escritura habla en la doctrina de la elección, no
consisten en que Dios ha elegido a algunas especiales personas sobre otras, sino en que
Dios, de entre todas las posibles condiciones, entre las que también se hallan las obras
de la ley, o de entre el orden total de codas las cosas, ha escogido como condición de
salvación el acto de fe, no meritorio por su naturaleza, y su obediencia imperfecta, a
los cuales, por gracia, habría querido tener por una obediencia perfecta, y considerar
como dignos de la recompensa de la vida eterna.
— Pues con este error
infame se hacen inválidos el beneplácito de Dios y el mérito de Cristo, y
por medio de sofismas inútiles se desvía a los hombres de la verdad de la
justificación gratuita y de la sencillez de las Sagradas Escrituras, y se
acusa de falsedad a esta sentencia del Apóstol: ...de Dios, (v. 8), quien nos salvó y llamó con llamamiento santo,
no conforme a nuestras obrar, sino según el propósito suyo y la gracia que nos fue dada
en Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos (2 Tim. 1:9).
IV.- Que enseñan: que en la elección para
fe se requiere esta condición previa: que el hombre haga un recto uso de la luz de la
naturaleza, que sea piadoso, sencillo, humilde e idóneo para la vida eterna, como si la
elección dependiese en alguna manera de estas cosas.
- Pues esto concuerda con la opinión de
Pelagio, y está en pugna con la enseñanza del Apóstol cuando escribe: Todos nosotros
vivimos en otro tiempo en los deseos de nuestra carne, haciendo la voluntad de la carne y
de los pensamientos, y éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás. Pero
Dios, que es rico en misericordia, por Su gran amor con que nos amó, aún estando
nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos),
y juntamente con El nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales
con Cristo Jesús. Porque por gracia sois salvos por medró de la fe; y esto no de
vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe. (Ef. 2:3-9).
V.- Que enseñan: que la elección
imperfecta y no decisiva de determinadas personas para salvación tuvo lugar en virtud de
previstas la fe, la conversión, la santificación y la piedad, las cuales, o bien
tuvieron un comienzo, o bien se desarrollaron incluso durante un cierto tiempo; pero que
la elección perfecta y decisiva tuvo lugar en virtud de prevista la perseverancia hasta
el fin de la fe, en la conversión, era la santidad y en la piedad; y que esto es la
gracia y la dignidad evangélicas, motivo por lo cual, aquel que es elegido es mas digno
que aquel que no lo es; y que, por consiguiente, la fe, la obediencia a la fe, la
santidad, la piedad y la perseverancia no son frutos de la elección inmutable para la
gloria, sino que son las condiciones que, requeridas de antemano y siendo cumplidas, son
previstas para aquellos que serían plenamente elegidos, y las usas sin las que no
acontece la elección inmutable para gloria.
- Lo cual está en pugna con toda la
Escritura que inculca constantemente en nuestro corazón y nos hace oír estas expresiones
y otras semejantes: (pues no habían aún nacido, ni habían hecho aún ni bien ni mal,
para que el propósito de Dios conforme a la elección permaneciese, no por las obras sino
por el que llama) (Rom. 9:11) ...y creyeron todos los que estaban ordenados para
vida eterna (Hch. 13:48)... según nos escogió en El antes de la fundación del
mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de El. (Ef. 1:4) No me
elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros Un. 15:16). Y si por
gracia, ya no es por obras. (Rom. 11:6) En esto consiste el amor: no en que
nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en
propiciación por nuestros pecados (1 Jn. 4:10).
VI.- Que enseñan: «que no toda elección
para salvación es inmutable; si no que algunos elegidos, a pesar de que existe un único
decreto de Dios, se pueden perder y se pierden eternamente.
- Con tan grave error hacen mudable a Dios,
y echan por tierra el consuelo de los piadosos, por el cual se apropian la seguridad de su
elección, y contradicen a la Sagrada Escritura, que enseña: que engañarán, si fuera
posible, aun a los elegidos (Mt. 24:24); que de toda lo que me diere, no pierda yo
nada Jn. 6: 39); y a los que predestinó, a éstos también llamó; y a los que
llamó, a éstos también justificó; y a los que justificó, a éstos también
glorificó. (Rom. 8:30).
VII - Que enseñan: que en esta vida no hay
fruto alguno, ni ningún sentimiento de la elección inmutable; ni tampoco seguridad, sino
la que depende de una condición mudable e inciertas.
- Pues además de que es absurdo suponer
una seguridad incierta, asimismo esto está también en pugna con la comprobación de los
santos, quienes, en virtud del sentimiento interno de su elección, se gozan con el
Apóstol, y glorifican este beneficio de Dios (Efesios 1): quienes, según la
amonestación de Cristo, se alegran con los discípulos de que sus nombres estén escritos
en el cielo (Lc. 10:20); quienes también ponen el sentimiento interno de su
elección contra las saetas ardientes de los ataques del diablo, cuando preguntan: ¿Quién
acusará a !os escogidos de Dios? (Rom. 8:33).
VIII.- Que enseñan: «que Dios, meramente
en virtud de Su recta voluntad, a nadie ha decidido dejarlo en la caída de Adán y en la
común condición de pecado y condenación, o pasarlo de largo en la comunicación de la
gracia que es necesaria para la fe y la conversión.
- Pues esto es cierto: De manera que de
quien quiere, tiene misericordia, y al que quiere endurecer, endurece (Rom.
9:18). Y esto también: Porque a vosotros os es dado saber los misterios
del reino de los cielos; más a ellos no les es dado (Mt. 13:11). Asimismo:
Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los
sabios y de los entendidos, y las revelaste a los niños. Sí, Padre, porque así te
agradó (M t. 11:25, 26).
IX.- Que enseñan: que la causa por la que
Dios envía el Evangelio a un pueblo más que a otro, no es mera y únicamente el
beneplácito de Dios, sino porque un pueblo es mejor y más digno que el otro al cual no
le es comunicado.
- Pues Moisés niega esto, cuando habla al
pueblo israelita en estos términos: He aquí, de Jehová tu Dios son los cielos, y los
cielos de los cielos, la tierra, y todas las cosas que hay en ella. Solamente de
tus padres se agradó Jehová para amarlos, y escogió su descendencia después de ellos,
a vosotros, de entre todos los pueblos, corno en este día (Dt. 10:14,15): y
Cristo, cuando dice: ¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en
Sidón se hubieran hecho los milagros que han sido hechos en vosotros, tiempo ha que se
hubieran arrepentido en cilicio y en ceniza (Mt. 11:21).
CAPITULO SEGUNDO:
DE LA DOCTRINA DE LA MUERTE DE
CRISTO Y DE LA REDENCION DE LOS HOMBRES POR ESTE
I.- Dios es no sólo misericordioso en
grado sumo, sino también justo en grado sumo. Y su justicia (como Él se ha revelado en
Su Palabra) exige que nuestros pecados, cometidos contra Su majestad infinita, no sólo
sean castigados con castigos temporales, sino también castigos eternos, tanto en el alma
como en el cuerpo; castigos que nosotros no podemos eludir, a no set que se satisfaga
plenamente la justicia de Dios.
II.- Mas, puesto que nosotros mismos no
podemos satisfacer y librarnos de la ira de Dios, por esta razón, movido Él de
misericordia infinita, nos ha dado a Su Hijo unigénito por mediador, el cual, a fin de
satisfacer por nosotros, fue hecho pecado y maldición en la cruz por nosotros o en lugar
nuestro.
III.- Esta muerte del Hijo de Dios es la
ofrenda y la satisfacción única y perfecta por los pecados, y de una virtud y dignidad
infinitas, y sobradamente suficiente como expiación de los pecados del mundo entero.
IV.- Y por eso es esta muerte de tan gran
virtud y dignidad, porque la persona que la padeció no sólo es un hombre verdadero y
perfectamente santo, sino también el Hijo de Dios, de una misma, eterna e infinita
esencia con el Padre y el Espíritu Santo, tal como nuestro Salvador tenía que ser.
Además de esto, porque su muerte fue acompañada con el sentimiento interno de la ira de
Dios y de la maldición que habíamos merecido por nuestros pecados.
V.- Existe además la promesa del Evangelio
de que todo aquel que crea en el Cristo crucificado no se pierda, sino que tenga vida
eterna; promesa que, sin distinción, debe ser anunciada y proclamada con mandato de
conversión y de fe a todos los pueblos y personas a los que Dios, según Su beneplácito,
envía Su Evangelio.
VI.- Sin embargo, el hecho de que muchos,
siendo llamados por el Evangelio, no se conviertan ni crean en Cristo, mas perezcan en
incredulidad, no ocurre por defecto o insuficiencia de la ofrenda de Cristo en la cruz,
sino por propia culpa de ellos.
VII.- Mas todos cuantos verdaderamente
creen, y por la muerte de Cristo son redimidos y salvados de los pecados y de la
perdición, gozan de aquellos beneficios sólo por la gracia de Dios que les es dada
eternamente en Cristo, y de la que a nadie es deudor.
VIII.- Porque este fue el consejo
absolutamente libre, la voluntad misericordiosa y el propósito de Dios Padre: que la
virtud vivificadora y salvadora de la preciosa muerte de Su Hijo se extendiese a todos los
predestinados para, únicamente a ellos, dotarlos de la fe justificante, y por esto mismo
llevarlos infaliblemente a la salvación; es decir: Dios quiso que Cristo, por la sangre
de Su cruz (con la que Él corroboró el Nuevo Pacto), salvase eficazmente, de entre todos
los pueblos, tribus, linajes y lenguas, a todos aquellos, y únicamente a aquellos, que
desde la eternidad fueron escogidos para salvación, y que le fueron dados por el Padre;
los dotase de la fe, como asimismo de los otros dones salvadores del Espíritu Santo, que
Él les adquirió por Su muerte; los limpiase por medio de Su sangre de todos sus pecados,
tanto los originales o connaturales como los reales ya de antes ya de después de la fe;
los guardase fielmente hasta el fin y, por último, los presentase gloriosos ante sí sin
mancha ni arruga.
IX.- Este consejo, proveniente del eterno
amor de Dios hacia los predestinados, se cumplió eficazmente desde el principio del mundo
hasta este tiempo presente (oponiéndose en vano a ello las puertas del infierno), y se
cumplirá también en el futuro, de manera que los predestinados, a su debido tiempo
serán congregados en uno, y que siempre existirá una Iglesia de los creyentes, fundada
en la sangre de Cristo, la cual le amará inquebrantablemente a Él, su Salvador, quien,
esposo por su esposa, dio Su vida por ella en la cruz, y le servirá constantemente, y le
glorificará ahora y por toda la eternidad.
REPROBACION DE LOS ERRORES
Habiendo declarado la doctrina ortodoxa, el
Sínodo rechaza los errores de aquellos:
I.- Que enseñan: que Dios Padre ordenó a
Su Hijo a la muerte de cruz sin consejo cierto y determinado de salvar ciertamente a
alguien; de manera que la necesidad, utilidad y dignidad de la impetración de la muerte
de Cristo bien pudieran haber existido y permanecido perfectas en todas sus partes, y
cumplidas en su totalidad, aun en el caso de que la redención lograda jamás hubiese sido
adjudicada a hombre alguno.
- Pues esta doctrina sirve de menosprecio
de la sabiduría del Padre y de los méritos de Jesucristo, y está en contra de la
Escritura. Pues nuestro Salvador dice así: ...pongo mi vida por las ovejas... y yo las
conozco (Jn. 10:15-27); y el profeta Isaías dice del Salvador: Cuando haya puesto
su vida en expiación por el pecado, verá linaje, vivirá por largos días, y la voluntad
de Jehová será en su mano prosperada (Is. 53:10); y por último, está en pugna con
el artículo de la fe por el que creemos: una Iglesia cristiana católica.
II.- Que enseñan: que el objeto de la
muerte de Cristo no fue que Él estableciese de hecho el nuevo Pacto de gracia en Su
muerte, sino únicamente que Él adquiriese pata el Padre un meto derecho de poder
establecer de nuevo un pacto tal con los hombres como a Él le pluguiese, ya fuera de
gracia o de obras.
- Pues tal cosa contradice a la Escritura,
que enseña que Jesús es hecho fiador de un mejor pacto, esto es, del Nuevo Pacto (Heb.
7:22), y un testamento con la muerte se confirma (Heb. 9:15,17).
III.-- Que enseñan: «que Cristo por Su
satisfacción no ha merecido para nadie, de un modo cierto, la salvación misma y la fe
por la cual esta satisfacción es eficazmente apropiada; si no que ha adquirido
únicamente para el Padre el poder o la voluntad perfecta para tratar de nuevo con los
hombres, y dictar las nuevas condiciones que Él quisiese, cuyo cumplimiento quedaría
pendiente de la libre voluntad del hombre; y que por consiguiente podía haber sucedido
que ninguno, o que todos los hombres las cumpliesen».
- Pues éstos opinan demasiado
despectivamente de la muerte de Cristo, no reconocen en absoluto el principal fruto o
beneficio logrado por éste, y vuelven a traer del infierno el error pelagiano.
IV.- Que enseñan: «que el nuevo Pacto de
gracia, que Dios Padre hizo con los hombres por mediación de la muerte de Cristo, no
consiste en que nosotros somos justificados ante Dios y hechos salvos por medio de la fe,
en cuanto que acepta los méritos de Cristo; si no en que Dios, habiendo abolido la
exigencia de la obediencia perfecta a la Ley, cuenta ahora la fe misma y la obediencia a
la fe, si bien imperfectas, por perfecta obediencia a la Ley, y las considera, por gracia,
dignas de la recompensa de la vida eterna.
- Pues éstos contradicen a las Sagradas
Escrituras: siendo justificados gratuitamente por Su gracia, mediante la redención que
es en Cristo Jesús, a quien Dios puro como propiciación por medió de la fe en Su sangre
(Rom. 3:24,25); y presentan con el impío Socino una nueva y extraña justificación
del hombre ante Dios, contraria a la concordia unánime de toda la Iglesia.
V.- Que enseñan: «que todos los hombres
son aceptados en el estado de reconciliación y en la gracia del Pacto, de manera que
nadie es culpable de condenación o será maldecido a causa del pecado original, sino que
todos los hombres están libres de la culpa de este pecado».
- Pues este sentir es contrario a la
Escritura, que dice: ... y éramos por naturaleza hijos de la ira, lo mismo que los
demás (Ef. 2:3).
VI.- Que emplean la diferencia entre
adquisición y apropiación, al objeto de poder implantar en los imprudentes e inexpertos
este sentir: «que Dios, en cuanto a Él toca, ha querido comunicar por igual a todos los
hombres aquellos beneficios que se obtienen por la muerte de Cristo; pero el hecho de que
algunos obtengan el perdón de los pecados y la vida eterna, y otros no, depende de su
libre voluntad, la cual se une a la gracia que se ofrece sin distinción, y que no depende
de ese don especial de la misericordia que obra eficazmente en ellos, a fin de que se
apropien para sí mismos, a diferencia de como otros hacen, aquella gracia».
- Pues éstos, fingiendo exponer esta
distinción desde un punto de vista recto, tratan de inspirar al pueblo el veneno
pernicioso de los errores pelagianos.
VII.- Que enseñan: «Que Cristo no ha
podido ni ha debido morir, ni tampoco ha muerto, por aquellos a quienes Dios ama en grado
sumo, y a quienes eligió para vida eterna, puesto que los tales no necesitan de la muerte
de Cristo».
- Pues contradicen al Apóstol, que dice: ...del
Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí (Gál. 2:20). Como
también: Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién
el el que condenará? Cristo es el que murió (Rom. 8:33,34), a saber: por ellos;
también contradicen al Salvador, quien dice: ...y pongo mi vida por las ovejas Un.
10:15), y: Este es mi mandamiento, que os améis unos a otros, como yo os he amado.
Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos. (Jn, 15:12,13).
CAPITULOS TERCERO Y CUARTO:
DE LA DEPRAVACION DEL HOMBRE, DE SU
CONVERSION A DIOS Y DE LA MANERA DE REALIZARSE ESTA ULTIMA
I.- Desde el principio, el hombre fue
creado a imagen de Dios, adornado en su entendimiento con conocimiento verdadero y
bienaventurado de su Creador, y de otras cualidades espirituales; en su voluntad y en su
corazón, con la justicia; en todas sus afecciones, con la pureza; y fue, a causa de tales
dones, totalmente santo. Pero aparcándose de Dios por insinuación del demonio y de su
voluntad libre, se privó a sí mismo de estos excelentes dones, y a cambio ha atraído
sobre sí, en lugar de aquellos dones, ceguera, oscuridad horrible, vanidad y perversión
de juicio en su entendimiento; maldad, rebeldía y dureza en su voluntad y en su corazón;
así como también impureza en todos sus afectos.
II.- Tal como fue el hombre después de la
caída, tales hijos también procreó, es decir: corruptos, estando él corrompido; de tal
manera que la corrupción, según el justo juicio de Dios, pasó de Adán a todos sus
descendientes (exceptuando únicamente Cristo), no por imitación, como antiguamente
defendieron los pelagianos, sino por procreación de la naturaleza corrompida.
IIL- Por consiguiente, todos los hombres
son concebidos en pecado y, al nacer como hijos de ira, incapaces de algún bien saludable
o salvífico, e inclinados al mal, muertos en pecados y esclavos del pecado; y no quieren
ni pueden volver a Dios, ni corregir su naturaleza corrompida, ni por ellos mismos mejorar
la misma, sin la gracia del Espíritu Santo, que es quien regenera.
IV.- Bien es verdad que después de la
caída quedó aún en el hombre alguna luz de la naturaleza, mediante la cual conserva
algún conocimiento de Dios, de las cosas naturales, de la distinción entre lo que es
lícito e ilícito, y también muestra alguna práctica hacia la virtud y la disciplina
externa. Pero está por ver que el hombre, por esta luz de la naturaleza, podría llegar
al conocimiento salvífico de Dios, y convertirse a Él cuando, ni aún en asuntos
naturales y cívicos, tampoco usa rectamente esta luz; antes bien, sea como fuere, la
empaña totalmente de diversas maneras, y la subyuga en injusticia; y puesto que él hace
esto, por tanto se priva de toda disculpa ante Dios.
V.- Como acontece con la luz de la
naturaleza, así sucede también, en este orden de cosas, con la Ley de los Diez
Mandamientos, dada por Dios en particular a los judíos a través de Moisés. Pues siendo
así que ésta descubre la magnitud del pecado y convence más y más al hombre de su
culpa, no indica, sin embargo, el remedio de reparación de esa culpa, ni aporta fuerza
alguna para poder salir de esta miseria; y porque, así como la Ley, habiéndose hecho
impotente por la carne, deja al trasgresor permanecer bajo la maldición, así el hombre
no puede adquirir por medio de la misma la gracia que justifica.
VI.- Lo que, en este caso, ni la luz de la
naturaleza ni la Ley pueden hacer, lo hace Dios por el poder del Espíritu Santo y por la
Palabra o el ministerio de la reconciliación, que es el Evangelio del Mesías, por cuyo
medio plugo a Dios salvar a los hombres creyentes tanto en el Antiguo como en el Nuevo
Testamento.
VII.- Este misterio de Su voluntad se lo
descubrió Dios a pocos en el Antiguo Testamento; pero en el Nuevo Testamento (una
vez derribada la diferencia de los pueblos), se lo reveló a más hombres. La causa de
estas diferentes designaciones no se debe basar en la dignidad de un pueblo sobre otro, o
en el mejor uso de la luz de la naturaleza, sino en la libre complacencia y en el gratuito
amor de Dios; razón por la que aquellos en quienes, sin y aun en contra de todo
merecimiento, se hace gracia tan grande, deben también reconocerla con un corazón
humilde y agradecido, y con el Apóstol adorar la severidad y la justicia de los juicios
de Dios en aquellos en quienes no se realiza esta gracia, y de ninguna manera
investigarlos curiosamente.
VIII.- Pero cuantos son llamados por el
Evangelio, son llamados con toda seriedad. Pues Dios muestra formal y verdaderamente en Su
Palabra lo que le es agradable a Él, a saber: que los llamados acudan a Él. Promete
también de veras a todos los que vayan a Él y crean, la paz del alma y la vida eterna.
IX.- La culpa de que muchos, siendo
llamados por el ministerio del Evangelio, no se alleguen ni se conviertan, no está en el
Evangelio, ni en Cristo, al cual se ofrece por el Evangelio, ni en Dios, que llama por el
Evangelio e incluso comunica diferentes dones a los que llama; si no en aquellos que son
llamados; algunos de los cuales, siendo descuidados, no aceptan la palabra de vida; otros
sí la aceptan, pero no en lo íntimo de su corazón, y de ahí que, después de algún
entusiasmo pasajero, retrocedan de nuevo de su fe temporal; otros ahogan la simiente de la
Palabra con los espinos de los cuidados y de los deleites del siglo, y no dan ningún
fruto; lo cual enseña nuestro Salvador en la parábola del sembrador (Mateo 13).
X.- Pero que otros, siendo llamados por el
ministerio del Evangelio, acudan y se conviertan, no se tiene que atribuir al hombre como
si él, por su voluntad libre, se distinguiese a sí mismo de los otros que son provistos
de gracia igualmente grande y suficiente (lo cual sienta la vanidosa herejía de Pelagio);
si no que se debe atribuir a Dios, quien, al igual que predestinó a los suyos desde la
eternidad en Cristo, así también llama a estos mismos en el tiempo, los dota de la fe y
de la conversión y, salvándolos del poder de las tinieblas, los traslada al reino de Su
Hijo, a fin de que anuncien las virtudes de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz
admirable, y esto a fin de que no se gloríen en sí mismos, sino en el Señor, como los
escritos apostólicos declaran de un modo general.
XI.- Además, cuando Dios lleva a cabo este
Su beneplácito en los predestinados y obra en ellos la conversión verdadera, lo lleva a
cabo de tal manera que no sólo hace que se les predique exteriormente el Evangelio, y que
se les alumbre poderosamente su inteligencia por el Espíritu Santo a fin de que lleguen a
comprender y distinguir rectamente las cosas que son del Espíritu de Dios; sino que Él
penetra también hasta las partes más íntimas del hombre con la acción poderosa de este
mismo Espíritu regenerador; El abre el corazón que está cerrado; Él quebranta lo que
es duro; Él circuncida lo que es incircunciso; Él infunde en la voluntad propiedades
nuevas, y hace que esa voluntad, que estaba muerta, reviva; que era mala, se haga buena;
que no quería, ahora quiera realmente; que era rebelde, se haga obediente; Él mueve y
fortalece de tal manera esa voluntad para que pueda, cual árbol bueno, llevar frutos de
buenas obras.
XII.- Y este es aquel nuevo nacimiento,
aquella renovación, nueva creación, resurrección de muertos y vivificación, de que tan
excelentemente se habla en las Sagradas Escrituras, y que Dios obra en nosotros sin
nosotros. Este nuevo nacimiento no es obrado en nosotros por medio de la predicación
externa solamente, ni por indicación, o por alguna forma tal de acción por la que, una
vez Dios hubiese terminado Su obra, entonces estaría en el poder del hombre el nacer de
nuevo o no, el convertirse o no. Si no que es una operación totalmente sobrenatural,
poderosísima y, al mismo tiempo, suavísima, milagrosa, oculta e inexpresable, la cual,
según el testimonio de la Escritura (inspirada por el autor de esta operación), no es
menor ni inferior en su poder que la creación o la resurrección de los muertos; de modo
que todos aquellos en cuyo corazón obra Dios de esta milagrosa manera, renacen cierta,
infalible y eficazmente, y de hecho creen. Así. la voluntad, siendo entonces renovada, no
sólo es movida y conducida por Dios, sino que, siendo movida por Dios, obra también ella
misma. Por lo cual con razón se dice que el hombre cree y se convierte por medio de la
gracia que ha recibido.
XIII.- Los creyentes no pueden comprender
de una manera perfecta en esta vida el modo cómo se realiza esta acción; mientras tanto,
se dan por contentos con saber y sentir que por medio de esta gracia de Dios creen con el
corazón y aman a su Salvador.
XIV.- Así pues, la fe es un don de Dios;
no porque sea ofrecida por Dios a la voluntad libre del hombre, sino porque le es
efectivamente participada, inspirada e infundida al hombre; tampoco lo es porque Dios
hubiera dado sólo el poder creer, y después esperase de la voluntad libre el
consentimiento del hombre o el creer de un modo efectivo; si no porque PI, que obra en tal
circunstancia el querer y el hacer, es más, que obra todo en todos, realiza en el hombre
ambas cosas: la voluntad de creer y la fe misma.
XV.- Dios no debe a nadie esta gracia;
porque ¿qué debería Él a quien nada le puede dar a Él primero, pata que le fuera
recompensado? En efecto, ¿qué debería Dios a aquel que de sí mismo no tiene otra cosa
sino pecado y mentira? Así pues, quien recibe esta gracia sólo debe a Dios por ello
eterna gratitud, y realmente se la agradece; quien no la recibe, tampoco aprecia en lo
más mínimo estas cosas espirituales, y se complace a sí mismo en lo suyo; o bien,
siendo negligente, se gloría vanamente de tener lo que no tiene. Además, a ejemplo de
los Apóstoles, se debe juzgar y hablar lo mejor de quienes externamente confiesan su fe y
enmiendan su vida, porque lo íntimo del corazón nos es desconocido. Y por lo que
respecta a otros que aún no han sido llamados, se debe orar a Dios por ellos, pues Él es
quien llama las cosas que no son como si fueran, y en ninguna manera debemos envanecernos
ante éstos, como si nosotros nos hubiésemos escogido a nosotros mismos.
XVI.- Empero como el hombre no dejó por la
caída de ser hombre dotado de entendimiento y voluntad, y como el pecado, penetrando en
todo el género humano, no quitó la naturaleza del hombre, sino que la corrompió y la
mató espiritualmente; así esta gracia divina del nuevo nacimiento tampoco obra en los
hombres como en una cosa insensible y muerta, ni destruye la voluntad y sus propiedades,
ni las obliga en contra de su gusto, sino que las vivifica espiritualmente, las sana, las
vuelve mejores y las doblega con amor y a la vez con fuerza, de tal manera que donde antes
imperaba la rebeldía y la oposición de la carne allí comienza a prevalecer una
obediencia de espíritu voluntaria y sincera en la que descansa el verdadero y espiritual
restablecimiento y libertad de nuestra voluntad. Y a no ser que ese prodigioso Artífice
de todo bien procediese en esta forma con nosotros, el hombre no tendría en absoluto
esperanza alguna de poder levantarse de su caída por su libre voluntad, por la que él
mismo, cuando estaba aún en pie, se precipitó en la perdición.
XVII.- Pero así como esa acción
todopoderosa de Dios por la que Él origina y mantiene esta nuestra vida natural, tampoco
excluye sino que requiere el uso de medios por los que Dios, según Su sabiduría infinita
y Su bondad, quiso ejercer Su poder, así ocurre también que la mencionada acción
sobrenatural de Dios por la que Él nos regenera, en modo alguno excluye ni rechaza el uso
del Evangelio al que Dios, en Su sabiduría, ordenó para simiente del nuevo nacimiento y
para alimento del alma. Por esto, pues, así como los Apóstoles y los Pastores que les
sucedieron instruyeron saludablemente al pueblo en esta gracia de Dios (para honor del
Señor, y pata humillación de toda soberbia del hombre), y no descuidaron entretanto el
mantenerlos en el ejercicio de la Palabra, de los sacramentos y de la disciplina eclesial
por medio de santas amonestaciones del Evangelio; del mismo modo debe también ahora estar
lejos de ocurrir que quienes enseñan a otros en la congregación, o quienes son
enseñados, se atrevan a tentar a Dios haciendo distingos en aquellas cosas que Él,
según Su beneplácito, ha querido que permaneciesen conjuntamente unidas. Porque por las
amonestaciones se pone en conocimiento de la gracia; y cuanto más solícitamente
desempeñamos nuestro cargo, tanto más gloriosamente se muestra también el beneficio de
Dios, que obra en nosotros, y Su obra prosigue entonces de la mejor manera. Sólo a este
Dios corresponde, tanto en razón de los medios como por los frutos y la virtud salvadora
de los mismos, toda gloria en la eternidad. Amén.
REPROBACION DE LOS ERRORES
Habiendo declarado la doctrina ortodoxa, el
Sínodo rechaza los errores de aquellos:
I.- Que enseñan: «que propiamente no se
puede decir que el pecado original en sí mismo sea suficiente para condenar a todo el
género humano, o para merecer castigos temporales y eternos».
- Pues éstos contradicen al Apóstol, que
dice: ...como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte,
así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron (Rom. 5:12); y: ...el
juicio vino a causa de un solo pecado para condenación (Rom. 5:16); y: la paga del
pecado es la muerte (Rom. 6:23).
II.; Que enseñan: que los dones
espirituales, o las buenas cualidades y virtudes, como son: bondad, santidad y justicia,
no pudieron estar en la libre voluntad del hombre cuando en un principio fue creado, y
que, por consiguiente, no han podido ser separadas en su caída.
- Pues tal cosa se opone a la descripción
de la imagen de Dios que el Apóstol propone (Ef. 4:24), donde confiesa que consiste en
justicia y santidad, las cuales se hallan indudablemente en la voluntad.
III.; Que enseñan: que, en la muerte
espiritual, los dones espirituales no se separan de la voluntad del hombre, ya que la
voluntad por sí misma nunca estuvo corrompida, sino sólo impedida por la oscuridad del
entendimiento y el desorden de las inclinaciones; y que, quitados estos obstáculos,
entonces la voluntad podría poner en acción su libre e innata fuerza, esto es: podría
de sí misma querer y elegir, o no querer y no elegir, toda suerte de bienes que se le
presentasen.
- Esto es una innovación y un error, que
tiende a enaltecer las fuerzas de la libre voluntad, en contra del juicio del profeta: Engañoso
es el corazón más que todas las cosas, y perverso (Jer. 17:9), y del Apóstol: Entre
los cuales (hijos de desobediencia) también todos nosotros vivimos en otro tiempo
en los deseos de nuestra carne, haciendo la voluntad de la carne y de los pensamientos (Ef.
2:3).
IV.- Que enseñan que el hombre no renacido
no está ni propia ni enteramente muerto en el pecado, o falto de todas las fuerzas para
el bien espiritual; sino que aún puede tener hambre y sed de justicia y de vida, y
ofrecer el sacrificio de un espíritu humilde y quebrantado, que sea agradable a Dios.
- Pues estas cosas están en contra de los
testimonios claros de la Sagrada Escritura: cuando estabais muertos en vuestros delitos
y pecados (Ef. 2:1,5) y: todo designio de los pensamientos del corazón de ellos
era de continuo solamente el mal. . . ; Porque el intento del corazón del hombre es malo
desde su juventud (Gn. 6:5 y 8:21). Además, tener hambre y sed de salvación de la
miseria, tener hambre y sed de la vida, y ofrecer a Dios el sacrificio de un espíritu
quebrantado, es propio de los renacidos y de los que son llamados bienaventurados (Sal.
51:19 y Mt. 5:6).
V.- Que enseñan: «que el hombre natural y
corrompido, hasta tal punto puede usar bien de la gracia común (cosa que para ellos es la
luz de la naturaleza), o los dones que después de la caída aún le fueron dejados, que
por ese buen uso podría conseguir, poco a poco y gradualmente, una gracia mayor, es
decir: la gracia evangélica o salvadora y la bienaventuranza misma. Y que Dios, en este
orden de cosas, se muestra dispuesto por Su parte a revelar al Cristo a todos los hombres,
ya que El suministra a todos, de un modo suficiente y eficaz, los medios que se necesitan
para la conversión».
- Pues, a la par de la experiencia de todos
los tiempos, también la Escritura demuestra que tal cosa es falsa: Ha
manifestado Sus palabras a Jacob, Sus estatutos y Sus Juicios a Israel. No ha hecho así
con ninguna otra entre las naciones; y en cuanto a Sur juicios, no los conocieron (Sal.
147:19.20). En las edades pasadas Él ha dejado a todas las gentes andar en sus propios
caminos (Hch. 14:16); y: Les fue prohibido (a saber: a Pablo y a los suyos) por
el Espíritu Santo hablar la palabra en Asia; y cuando llegaron a Misia, intentaron ir a
Bitinia, pero e! Espíritu no se lo permitió (Hch. 16:6,7).
VI.- Que enseñan: que en la verdadera
conversión del hombre ninguna nueva cualidad, fuerza o don puede ser infundido por Dios
en la voluntad; y que, consecuentemente, la fe por la que en principio nos convertimos y
en razón de la cual somos llamados creyentes, no es una cualidad o don infundido por
Dios, sino sólo un acto del hombre, y que no puede ser llamado un don, sino sólo
refiriéndose al poder para llegar a la fe misma.
- Pues con esto contradicen a la Sagrada
Escritura que testifica que Dios derrama en nuestro corazón nuevas cualidades de fe, de
obediencia y de experiencia de Su amor: Daré mi Ley en su mente, y la escribiré en su
corazón (Jer. 31:33); y: Yo derramaré aguas sobre el sequedal, y ríos sobre la
tierra árida; mi Espíritu derramaré sobre tu generación (Is.44:3); y: El amor
de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado (Rom.
5:5). Este error combate también la costumbre constante de la Iglesia de Dios que, con el
profeta, ora así: Conviérteme, y seré convertido (Jer. 31:18).
VII.- Que enseñan: que la gracia, por la
que somos convertidos a Dios, no es otra cosa que una suave moción o consejo; o bien
(como otros lo explican), que la forma más noble de actuación en la conversión del
hombre, y la que mejor concuerda con la naturaleza del mismo, es la que se hace
aconsejando, y que no cabe el por qué sólo esta gracia estimulante no sería suficiente
para hacer espiritual al hombre natural; es más, que Dios de ninguna manera produce el
consentimiento de la voluntad sino por esta forma de moción o consejo, y que el poder de
la acción divina, por el que ella supera la acción de Satanás, consiste en que Dios
promete bienes eternos, en tanto que Satanás sólo temporales.
- Pues esto es totalmente pelagiano y está
en oposición a toda la Sagrada Escritura, que reconoce, además de ésta, otra manera de
obrar del Espíritu Santo en la conversión del hombre mucho más poderosa y más divina.
Como se nos dice en Ezequiel: Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro
de vosotros; y gustaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón e
carne (Ez. 36:26).
VIII.- Que enseñan: que Dios no usa en la
regeneración o nuevo nacimiento del hombre tales poderes de Su omnipotencia que dobleguen
eficaz y poderosamente la voluntad de aquél a la fe y a la conversión; si no que, aun
cumplidas todas las operaciones de la gracia que Dios usa para convertirle, el hombre sin
embargo, de tal manera puede resistir a Dios y al Espíritu Santo, y de hecho también
resiste con frecuencia cuando Él se propone su regeneración y le quiere hacer renacer,
que impide el renacimiento de sí mismo; y que sobre este asunto queda en su propio poder
el ser renacido o no.
- Pues esto no es otra cosa sino quitar
todo el poder de la gracia de Dios en nuestra conversión, y subordinar la acción de Dios
Todopoderoso a la voluntad del hombre, y esto contra los Apóstoles, que enseñan: que
creemos, según la operación del poder de Su fuerza (Ef. 1:19); y: que nuestro
Dios os tenga por dignos de Su llamamiento, y cumpla todo propósito de bondad y toda obra
de fe con Su poder (2 Tes. 1:11); y: como todas las cosas que pertenecen a la urda
y a la piedad nos han sido dadas por Su divino poder (2 Pe. 1:3).
IX.- Que enseñan: que la gracia y la
voluntad libre son las causas parciales que obran conjuntamente el comienzo de la
conversión, y que la gracia, en relación con la acción, no precede a la acción de la
voluntad; es decir, que Dios no ayuda eficazmente a la voluntad del hombre pata la
conversión, sino cuando la voluntad del hombre se mueve a sí misma y se determina a
ello.
- Pues la Iglesia antigua condenó esta
doctrina, ya hace siglos, en los pelagianos, con aquellas palabras del Apóstol: Así
que no depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios, que tiene misericordia (Rom.
9:16). Asimismo: ¿Quién te distingue? ¿O qué tienes que no hayas recibido? (1
Cor. 4:7); y: Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por Su
buena voluntad. (Fil. 2:13).
CAPITULO QUINTO:
DE LA PERSVERANCIA DE LOS SANTOS
I.- A los que Dios llama, conforme a Su
propósito, a la comunión de Su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, y regenera por el
Espíritu Santo, a éstos les salva ciertamente del dominio y de la esclavitud del pecado,
pero no les libra en esta vida totalmente de la carne y del cuerpo del pecado.
II.- De esto hablan los cotidianos pecados
de la flaqueza, y el que las mejores obras de los santos también adolezcan de defectos.
Lo cual les da motivo constante de humillarse ante Dios, de buscar su refugio en el Cristo
crucificado, de matar progresivamente la carne por Espíritu de oración y los santos
ejercicios de piedad, y de desear la meta de la perfección, hasta que, librados de este
cuerpo de muerte, reinen con el Cordero de Dios en los cielos.
III.- A causa de estos restos de pecado que
moran en el hombre, y también con motivo de las tentaciones del mundo y de Satanás, los
convertidos no podrían perseverar firmemente en esa gracia, si fuesen abandonados a sus
propias fuerzas. Pero fiel es Dios que misericordiosamente los confirma en la gracia que,
una vez, les fue dada, y los guarda poderosamente hasta el fin.
IV.- Y si bien ese poder de Dios por el que
corma y guarda en la gracia a los creyentes verdaderos, es mayor que el que les podría
hacer reos de la carne, sin embargo, los convertidos no siempre son de tal manera
conducidos y movidos por Dios que ellos, en ciertos actos especiales, no puedan apartarse
por su propia culpa de la dirección de la gracia, y ser reducidos por las concupiscencias
de la carne y seguirlas. Por esta razón, deben velar y orar constantemente que no sean
metidos en tentación. Y si no lo hacen así, no sólo pueden ser llevados por la carne,
el mundo y Satanás a cometer pecados graves y horribles, sino que ciertamente, por
permisión justa de Dios, son también llevados a veces hasta esos mismos pecados; como lo
prueban las lamentables caídas de David, Pedro y otros santos, que nos son descritas en
las Sagradas Escrituras.
V.- Con tan groseros pecados irritan
grandemente a Dios, se hacen reos de muerte, entristecen al Espíritu Santo, destruyen
temporalmente el ejercicio de la fe, hieren de manera grave su conciencia, y pierden a
veces por un tiempo el sentimiento de la gracia; hasta que el rostro paternal de Dios se
les muestra de nuevo, cuando retornan de sus caminos a través del sincero
arrepentimiento.
VI.- Pues Dios, que es rico en
misericordia, obrando de conformidad con el propósito de la elección, no aparta
totalmente el Espíritu Santo de los suyos, incluso en las caídas más lamentables, ni
los deja recaer hasta el punto de que pierdan la gracia de la aceptación y el estado de
justificación, o que pequen para muerte o contra el Espíritu Santo y se precipiten a sí
mismos en la condenación eterna al ser totalmente abandonados por Él.
VII.- Pues, en primer lugar, en una caída
tal, aún conserva Dios en ellos esta Su simiente incorruptible, de la que son renacidos,
a fin de que no perezca ni sea echada fuera. En segundo lugar, los renueva cierta y
poderosamente por medio de Su Palabra y Espíritu convirtiéndolos, a fin de que se
contristen, de corazón y según Dios quiere, por los pecados cometidos; deseen y
obtengan, con un corazón quebrantado, por medio de la fe, perdón en la sangre del
Mediador; sientan de nuevo la gracia de Dios de reconciliarse entonces con ellos; adoren
Su misericordia y fidelidad; y en adelante se ocupen más diligentemente en su salvación
con temor y temblor.
VIII.- Por consiguiente, consiguen todo
esto no por sus méritos o fuerzas, sino por la misericordia gratuita de Dios, de tal
manera que ni caen del todo de la fe y de la gracia, ni permanecen hasta el fin en la
caída o se pierden. Lo cual, por lo que de ellos depende, no sólo podría ocurrir
fácilmente, sino que realmente ocurriría. Pero por lo que respecta a Dios, no puede
suceder de ninguna manera, por cuanto ni Su consejo puede ser alterado, ni rota Su
promesa, ni revocada la vocación conforme a Su propósito, ni invalidado el mérito de
Cristo, así como la intercesión y la protección del mismo, ni eliminada o destruida la
confirmación del Espíritu Santo.
IX.- De esta protección de los elegidos
para la salvación, y de la perseverancia de los verdaderos creyentes en la fe, pueden
estar seguros los creyentes mismos, y lo estarán también según la medida de la fe por
la que firmemente creen que son y permanecerán siempre miembros vivos y verdaderos de la
Iglesia, y que poseen el perdón de los pecados y la vida eterna.
X.- En consecuencia, esta seguridad no
proviene de alguna revelación especial ocurrida sin o fuera de la Palabra, sino de la fe
en las promesas de Dios, que Él, para consuelo nuestro, reveló abundantemente en Su
Palabra; del testimonio del Espíritu Santo, el cual da testimonio a nuestro
espíritu, de que romos hijos de Dios (Rom. 8:16); y, finalmente, del ejercicio santo
y sincero tanto de una buena conciencia como de las buenas obras. Y si los elegidos de
Dios no tuvieran en este mundo, tanto este firme consuelo de que guardarán la victoria,
como esta prenda cierta de la gloria eterna, entonces serían los más miserables de todos
los hombres.
XL.- Entretanto, la Sagrada Escritura
testifica que los creyentes, en esta vida, luchan contra diversas vacilaciones de la carne
y que, puestos en grave tentación, no siempre experimentan esta confianza absoluta de la
fe y esta certeza de la perseverancia. Pero Dios, el Padre de toda consolación, no les
dejará ser tentados más de lo que puedan resistir, sino que dará también juntamente
con la tentación la salida (1 Cor. 10:13), y de nuevo despertará en ellos, por el
Espíritu Santo, la seguridad de la perseverancia.
XII.- Pero tan fuera de lugar está que
esta seguridad de la perseverancia pueda hacer vanos y descuidados a los creyentes
verdaderos, que es ésta, por el contrario, una base de humildad, de temor filial, de
piedad verdadera, de paciencia en toda lucha, de oraciones fervientes, de firmeza en la
cruz y en la confesión de la verdad, así como de firme alegría en Dios; y que la
meditación de ese beneficio es para ellos un acicate para la realización seria y
constante de gratitud y buenas obras, como se desprende de los testimonios de la Sagrada
Escritura y de los ejemplos de los santos.
XIII.- Asimismo, cuando la confianza en la
perseverancia revive en aquellos que son reincorporados de la caída, eso no produce en
ellos altanería alguna o descuido de la piedad, sino un cuidado mayor en observar
diligentemente los caminos del Señor que fueron preparados de antemano, a fin de que,
caminando en ellos, pudiesen guardar la seguridad de su perseverancia y para que el
semblante de un Dios expiado (cuya contemplación es para los piadosos más dulce que la
vida, y cuyo ocultamiento les es más amargo que la muerte) no se aparte nuevamente de
ellos a causa del abuso de Su misericordia paternal, y caigan así en más graves
tormentos de ánimo.
XIV.- Como agradó a Dios comenzar en
nosotros esta obra suya de la gracia por la predicación del Evangelio, así la guarda,
prosigue y consuma Él por el oír, leer y reflexionar de aquél, así como por
amonestaciones, amenazas, promesas y el uso de los sacramentos.
XV.- Esta doctrina de la perseverancia de
los verdaderos creyentes y santos, así como de la seguridad de esta perseverancia que
Dios, para honor de Su Nombre y para consuelo de las almas piadosas, reveló
superabundantemente en Su Palabra e imprime en los corazones de los creyentes, no es
comprendida por la carne, es odiada por Satanás, escarnecida por el mundo, abusada por
los inexpertos e hipócritas, y combatida por los herejes; pero la Esposa de Cristo
siempre la amó con ternura y la defendió con firmeza cual un tesoro de valor
inapreciable. Y que también lo haga en el futuro, será algo de lo que se preocupará
Dios, contra quien no vale consejo alguno, ni violencia alguna puede nada. A este único
Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, sea el honor y la gloria eternamente. Amén.
REPROBACION DE LOS ERRORES
Habiendo declarado la doctrina ortodoxa, el
Sínodo rechaza los errores de aquellos:
L- Que enseñan: que la perseverancia de
los verdaderos creyentes no es fruto de la elección, o un don de Dios adquirido por la
muerte de Cristo; si no una condición del Nuevo Pacto, que el hombre, para su (como dicen
ellos) elección decisiva y justificación, debe cumplir por su libre voluntad..
- Pues la Sagrada Escritura atestigua que
la perseverancia se sigue de la elección, y es dada a los elegidos en virtud de la
muerte, resurrección e intercesión de Cristo: Los escogidos sí !o han alcanzado, y
los demás fueron endurecidos (Rom. 11:7). Y asimismo: El que no escatimó ni a Su
propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con
él rodar las cosar? ¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica.
¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aún, el que también
resucitó, el que también intercede por nosotros. ¿Quién nos separará del amor de
Cristo? (Rom. 8:32-35).
II.- Que enseñan: que Dios ciertamente
provee al hombre creyente de fuerzas suficientes para perseverar, y está dispuesto a
conservarlas en él si éste cumple con su deber; pero aunque sea así que todas las cosas
que son necesarias para perseverar en la fe y las que Dios quiere usar para guardar la fe,
hayan sido dispuestas, aun entonces dependerá siempre del querer de la voluntad el que
ésta persevere o no.
- Pues este sentir adolece de un
pelagianismo manifiesto; y mientras éste pretende hacer libres a los hombres, los torna
de este modo en ladrones del honor de Dios; además, está en contra de la constante
unanimidad de la enseñanza evangélica, la cual quita al hombre todo motivo de
glorificación propia y atribuye la alabanza de este beneficio únicamente a la gracia de
Dios; y por último va contra el Apóstol, que declara: Dios... os confirmará
hasta el fin, para que seáis irreprensibles en el día de nuestro Señor Jesucristo (1
Cor. 1:8).
III.- Que enseñan: «que los verdaderos
creyentes y renacidos no sólo pueden perder total y definitivamente la fe justificante,
la gracia y la salvación, sino que de hecho caen con frecuencia de las mismas y se
pierden eternamente».
- Pues esta opinión desvirtúa la gracia,
la justificación, el nuevo nacimiento y la protección permanente de Cristo, en
oposición con las palabras expresas del apóstol Pablo: que siendo aún pecadores,
Cristo murió por nosotros. Pues mucho más, estando ya justificados en su sangre, por él
seremos salvos de la ira (Rom. 5:8,9); y en contra del Apóstol Juan: Todo aquel
que es nacido de Dios, no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él;
y no puede pecar, porque es nací do de Dios (1 Jn. 3:9); y también en contra
de las palabras de Jesucristo: Y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni
nadie lar arrebatará de mi mano. Mi Padre que me lar dio, es mayor que todos, y nadie lar
puede arrebatar de la mano de mi Padre (Jn. 10:28,29).
IV.- Que enseñan: «que los verdaderos
creyentes y renacidos pueden cometer el pecado de muerte, o sea, el pecado contra el
Espíritu Santos.
- Porque el apóstol Juan mismo, una vez
que habló en el capítulo cinco de su primera carta, versículos 16 y 17, de aquellos que
pecan de muerte, prohibiendo orar por ellos, agrega enseguida, en el versículo 18:
Sabemos que todo aquel que ha nacido de Dios no practica el pecado (entiéndase: tal
género de pecado), pues Aquél que fue engendrado por Dios le guarda, y el maligno no
le toca (1 Jn. 5:18).
V.- Que enseñan: «que en esta vida no se
puede tener seguridad de la perseverancia futura, sin una revelación especial».
- Pues por esta doctrina se quita en esta
vida el firme consuelo de los verdaderos creyentes, y se vuelve a introducir en la Iglesia
la duda en que viven los partidarios del papado; en tanto la Sagrada Escritura deduce a
cada paso esta seguridad, no de una revelación especial ni extraordinaria, sino de las
características propias de los hijos de Dios, y de las promesas firmísimas de Dios.
Así, especialmente, el apóstol Pablo: Ninguna otra coca creada nos podrá reparar de!
amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro (Rom. 8:39); y Juan: el que
guarda sus mandamientos, permanece en Dios, y Dios en él. Y en esto sabemos que él
permanece en nosotros, por el Espíritu que nos ha dado (1 Jn. 3:24).
VI.- Que enseñan: «que la doctrina de la
seguridad o certeza de la perseverancia y de la salvación es por su propia índole y
naturaleza una comodidad para la carne, y perjudicial para la piedad, para las buenas
costumbres, para la oración y para otros ejercicios santos; pero que por el contrario, es
de elogiar el dudar de ellas.
- Pues éstos demuestran que no conocen el
poder de la gracia divina y la acción del Espíritu Santo y contradicen al apóstol Juan,
que en su primera epístola enseña expresamente lo contrario: Amador, ahora tumor
hijos de Dios, y aún no re ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando
él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es. Y todo
aquél que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como é! es (1
Jn. 3:2,3). Además, éstos son refutados por los ejemplos de los santos, tanto del
Antiguo como del Nuevo Testamento, quienes, aunque estuvieron seguros de su perseverancia
y salvación, perseveraron sin embargo en las oraciones y otros ejercicios de piedad.
VII.- Que enseñan: «que la fe de aquellos
que solamente creen por algún tiempo no difiere de la fe justificante y salvífca, sino
sólo en la duración».
- Pues Cristo mismo, en Mateo 13:20, y en
Lucas 8:13 y siguientes, además de esto establece claramente una triple diferencia entre
aquellos que sólo creen por un cierto tiempo, y los creyentes verdaderos, cuando dice que
aquellos reciben la simiente en tierra pedregosa, mas éstos en tierra buena, o sea, en
buen corazón; que aquellos no tienen raíces, pero éstos poseen raíces firmes; que
aquellos no llevan fruto, pero éstos los producen constantemente en cantidad diversa.
VIII.- Que enseñan: que no es un absurdo
que el hombre, habiendo perdido su primera regeneración, sea de nuevo, y aun muchas
veces, regenerado».
- Pues éstos, con tal doctrina, niegan la
incorruptibilidad de la simiente de Dios por la que somos renacidos, y se oponen al
testimonio del apóstol Pedro, que dice: siendo renacidos, no de cimiente corruptible,
sino de incorruptible (1 Pe. 1:23).
IX.- Que enseñan: que Cristo en ninguna
parte rogó que los creyentes perseverasen infaliblemente en la fe.
- Pues contradicen a Cristo mismo, que
dice: Yo he rogado por ti (Pedro), que tu fe no falte (Lc.22:32), y
al evangelista Juan, que da testimonio de que Cristo no sólo por los apóstoles, sino
también por todos aquellos que habrían de creer por su palabra, oró así: Padre
Santo, guárdalos en tu nombre; y: no ruego que los quites del mundo, sino que los libres
del mal (Jn. 17:11,15).
CONCLUSION
Esta es la explicación escueta, sencilla y
genuina de la doctrina ortodoxa de los CINCO ARTÍCULOS sobre los que surgieron
diferencias en los Países Bajos, y, a la vez, la reprobación de los errores que
conturbaron a las iglesias holandesas durante cierto tiempo. El Sínodo juzga que tal
explicación y reprobación han sido tomadas de la Palabra de Dios, y que concuerdan con
la confesión de las Iglesias Reformadas. De lo que claramente se deduce que aquellos a
quienes menos correspondían tales cosas, han obrado en contra de toda verdad, equidad y
amor, y han querido hacer creer al pueblo que la doctrina de las Iglesias Reformadas
respecto a la predestinación y a los capítulos referentes a ella desvían, por su propia
naturaleza y peso, el corazón de los hombres de toda piedad y religión; que es una
comodidad pala la carne y el diablo, y una fortaleza de Satanás, desde donde trama
emboscada a todos los hombres, hiere a la mayoría de ellos y a muchos les sigue
disparando mortalmente los dardos de la desesperación o de la negligencia. Que hace a
Dios autor del pecado y de la injusticia, tirano e hipócrita, y que tal doctrina no es
otra cosa sino un extremismo renovado, maniqueísmo, libertinismo y fatalismo; que hace a
los hombres carnalmente descuidados al sugerirse a sí mismos por ella que a los elegidos
no puede perjudicarles en su salvación el cómo vivan, y por eso se permiten cometer
tranquilamente coda suerte de truhanerías horrorosas; que a los que fueron reprobados no
les puede servir de salvación el que, concediendo que pudiera ser, hubiesen hecho
verdaderamente todas las obras de los santos; que con esta doctrina se enseña que Dios,
por simple y puro antojo de Su voluntad, y sin la inspección o crítica más mínima de
pecado alguno, predestinó y creó a la mayor parte de la humanidad pata la condenación
eterna; que la reprobación es causa de la incredulidad e impiedad de igual manera que la
elección es fuente y causa de la fe y de las buenas obras; que muchos niños inocentes
son atrancados del pecho de las madres, y tiránicamente arrojados al fuego infernal, de
modo que ni la sangre de Cristo, ni el Bautismo, ni la oración de la Iglesia en el día
de su bautismo les pueden aprovechar; y muchas otras cosas parecidas, que las Iglesias
Reformadas no sólo no reconocen, sino que también rechazan y detestan de todo corazón.
Por tanto, a cuantos piadosamente invocan
el nombre de nuestro Salvador Jesucristo, este Sínodo de Dotdrecht les pide en el nombre
del Señor, que quieran juzgar de la fe de las Iglesias Reformadas, no por las calumnias
que se han desatado aquí y allá, y tampoco por los juicios privados o solemnes de
algunos pastores viejos o jóvenes, que a veces son también fielmente citados con
demasiada mala fe, o pervertidos y torcidos en conceptos erróneos; si no de las
confesiones públicas de las Iglesias mismas, y de esta declaración de la doctrina
ortodoxa que con unánime concordancia de todos y cada uno de los miembros de este Sínodo
general se ha establecido.
A continuación, este Sínodo amonesta a
todos los consiervos en el Evangelio de Cristo para que al tratar de esta doctrina, tanto
en los colegios como en las iglesias, se comporten piadosa y religiosamente; y que la
encaminen de palabra y por escrito a la mayor gloria de Dios, a la santidad de vida y al
consuelo de los espíritus abatidos; que no sólo sientan, sino que también hablen con
las Sagradas Escrituras conforme a la regla de la fe; y, finalmente, se abstengan de todas
aquellas formas de hablar que excedan los límites del recto sentido de las Escrituras,
que nos han sido expuestos, y que pudieran dar a los sofistas motivo justo para denigrar o
también para maldecir la doctrina de las Iglesias Reformadas.
El Hijo de Dios, Jesucristo, que, sentado a
la derecha de Su Padre, da dones a los hombres, nos santifique en la verdad; traiga a la
verdad a aquellos que han caído; tape su boca a los detractores de la doctrina sana; y
dote a los fieles siervos de Su Palabra con el espíritu de sabiduría y de
discernimiento, a fin de que todas sus razones puedan prosperar para honor de Dios y para
edificación de los creyentes. Amén.
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